domingo, 9 de junio de 2013

Alguien tenía que morir


Habíamos perdido todo lo que alimenta a una relación,

 y me refiero a alimentarla saludablemente.
La ausencia de cariño, de eventual ternura, de simple 

apego embebido o no de afecto; eran muestras 

fidedignas de que la amistad y el amor habían

 desaparecido por completo.
A esa altura de los acontecimientos sabía 

perfectamente que nada tenía solución, ni tan siquiera

 una separación ya que su personalidad de ofidio-

arpío me destruiría a diario por el resto de mi vida.
Ecos del vulgo azuzaron mis recuerdos, fugaz y 

convincentemente invertí el mensaje con el 

esperanzador resultado:”Nada tiene solución a no ser 

que mueras”. Así fue como esa noche decidí que sería

 su última cena.
Mi falta de determinación hizo que además del 

veneno, también haya conseguido antídoto. Fue muy

 fácil, no tanto como asumir mi indecisión ¿o se 

trataba de miedo?
La suspicacia de él se reveló de inmediato cuando le 

propuse encargar la cena. Algo especial. Argumenté 

confusa y estúpida que deseaba una velada tranquila

 para hablar despojados de odios, noche sin afrentas,

 apuntando a ganarnos mutuamente moléculas de 

confianza.
Me sentí más segura y resuelta cuando en medio de 

mucho recelo y extrañeza él aceptó y hasta accedió a

 sacar una botella del mejor tinto de su colección 

particular de vinos. En ese momento confieso que lo

 odié aún mucho más.
Tantas ocasiones en que llegué a suplicarle que 

compartiéramos semejante delicia, solo para obtener

 un rotundo “NO” como respuesta, y ahora, esta 

noche en que había decidido acabar con él, asentí

a sin presiones. Maldito cabrón.
Llegó tarde el encargo, justo al acabar la botella. 

Sorprendente e inexplicablemente trajo otra de su 

bodega. Fue en ese momento cuando derramé todo el

 veneno en su vaso que atesoraba un dedo del 

brebaje rojo.
Pechugas de pollo a la almendra y salsa de 

champiñones, ensalada húngara y pastel de limón.
El festín se concretó entre ásperos halagos a los

 platos, torpes intentos de conversación y miradas de

 reconcomio.
Mi corazón dio un vuelco al oír su “te quiero”, después

 de largos y amargos años. No pude contestar nada y

 él impuso un paréntesis enfilando hacia el baño. 

Confusa, indecisa, así me dejó allí sentada.
Lo único que atiné a hacer, fue regar su vaso

 nuevamente, pero esta vez con todo el antídoto. 

Nueva oportunidad, anular el veneno.
Él tardó menos de lo esperado, se dejó ver a pocos 

metros apuntándome con la pistola que nunca 

habíamos usado.
Vaya noche para estrenos…,sin duda alguien debería 

morir esa noche.
Había visto la manipulación de su vaso y con gritos 

enfurecidos me instaba a beberlo. Así me bebí su 

salvación.
Desde hace tres días; él, el arma, las botellas y el 

vaso, son tan solo un mal recuerdo enterrado en lo 

que era el jardín"



Relato cedido a la página: Tejiendo el Mundo por Antonia. (Derechos reservados por la autora)



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